La montaña guarda su historia felina. Yo tengo una que me atrapó el corazón.
De pronto, mi techo fue guarida de una gata de monte y sus tres crías. Arisca y rebelde. Una de las celosías aéreas daba con ellas y por lo tanto, subiéndome por la mesa del corredor, podía verlas crecer día con día. Quise bajarlas pero era más improbable su sobrevivencia en el suelo que en el techo por los pizotes y otros animales.
La tortura era, las torrenciales lluvias de Monteverde, pues la gata no podía ir a cazar ni buscar alimento para ella. Entonces, sí me subía a la mesa y con cuidado dejaba alimento a través de las rejillas de la ventana para ahorrarle un día de trabajo. Recelosa la gata, lo aceptaba, pero nunca logré la confianza necesaria para darle mano a boca su comida.
Ya con los días, los tres gatitos empezaban a moverse curiosos por el techo. Y eso me inquietaba pues si la gata salía y los dejaba solos, podían caerse de tremenda altitud o alguna serpiente podía devorarlos. Ya que las mudas aparecían constantemente también del techo.
Un día, solo un gatito se dejó ver y no supe de los otros, la razón de su destino. La sobrevivencia es una fiera del instante. Y el bosque tiene esos caprichos necesarios que rotan en la cadena de la existencia.
En una noche particular, oí maullidos como salidos de un eco. Y en el techo repuntaban los pasos apresurados de la gata con cierto lamento sonoro que me hizo buscar por todos lados donde se ubicaba la situación. En la canoa, hay una apertura que da a la cañería y por mi ventana del cuarto pude oír y ver que el gatito había caído por allí y estaba atrapado. Resbaló más y más hasta quedar prensado pero de tal forma que la carita quedó libre para poder respirar.
Las condiciones nocturnas para salir eran incómodas porque mi cabaña estaba en medio bosque y meterse cerca de la cañería era exponerse a tremendo barreal y otros peligros. Llamé a mi amigo Carlos y con buena linterna y serrucho, cortamos el tubo de la cañería más abajo de donde se oía el lamento hasta que el gatito cayó al barreal y por fin, dejó los lares del techo para vivir en los suburbios que daban a los bajos del piso o suelo. Al rato, llegó la gata madre y ese encuentro con el destino me alegró mucho que fuera distinto.
Con los días, la gatita solía vivir en el corredor de la cabaña y cada mañana, me dejaba una cabeza de ratón o la cola, como muestra de sus lecciones de caza. También, sus saltos por los árboles. Juguetona y bella como todo lo que la natura nos deja apreciar, el gatito tuvo su final feliz hasta que llegó nuestro perro Teo y el espanto fue tan grande que nunca más las volvimos a ver. Pero a su paso nos dejó estas memorables fotos y una apreciación más de lo que es el instinto y la sobrevivencia.

